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JESSE POMEROY: UNA MENTE SINIESTRA
Gothic Soul :: Ocultismo :: Muerte
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JESSE POMEROY: UNA MENTE SINIESTRA
Nació Pomeroy en Charleston, Massachussets, Estados Unidos, el 29 de noviembre del año 1899 y fue el segundo hijo de Thomas y Ruth Ann Pomeroy, una pareja de clase media que presentaban anomalías esenciales para fundamentar la frágil personalidad de sus hijos.
Algunos registros señalan que Thomas era un sujeto adicto al alcohol, además de se físicamente abusivo que emprendía un concierto de golpes contra su mujer y en ocasiones de excelsa inspiración, de sublimes arrebatos, acometía con fiereza inhumana a sus vástagos.
Los investigaciones indican que Thomas Pomeroy, obnubilado por los vapores del pésimo licor ingerido, sacudido por un incontenible frenesí de violencia, arrastraba a sus hijos hacia un cobertizo ubicado en la parte trasera de la casa donde los desnudaba y después de reventarlos a palazos o sumergirlos en los pantanos del dolor y la humillación, se desvanecía con fingido llanto sobre el piso donde quedaba adormecido e indefenso.
Jesse no escapó de estos aquelarres salvajes, recibió tundas inconmensurables, acogió en su carne infantil los moretones producidos por los puños, los pies, el cinturón o los maderos con que su padre resolvía sus deficiencias personales civiles y familiares.
De rodillas sobre granos de maíz, con los brazos abiertos en cruz, un libro en cada mano, Jesse Pomeroy veía impotente como se acercaba el rebenque hasta morder su piel y hacerle saltar chispas de sangre bajo la luz mortecina que se colaba por un tragaluz en lo alto de sotechado.
Jesse recibió cada vez más descomunales palizas por parte del beodo padre. Ante la impotencia de verse atacado por su progenitor y tal vez como mecanismo de defensa, Pomeroy hijo se convirtió en una especie de criatura sadomasoquista. Terminó por recibir con malsano deleite los golpes salvajes, las tundas paroxísticas.
No obstante, las cosas comenzaron a cambiar al crecer Jesse. Los relatos de esa época indican que su apariencia era verdaderamente sobrecogedora. Con cada año su rostro adquiría un aspecto terrible. Deformaciones de la nariz, inflamación constante de párpados y pómulos le otorgaban un aspecto casi irreal. Siempre pálido y ensimismado, era una suerte de espectro. Su cuerpo era demasiado grande para su edad. Su cabeza era un enorme cubo poblado por una maraña de cabellos entre castaños y rojizos, como si un incendio se propagara por su cráneo monumental. En la oscuridad parecía una fogata y en el día se transformaba en una especie de híbrido de león y humano.
El padre descubrió con horror en una de sus habituales y abusivas correrías que Jesse era una especie de monstruo, cuyo ojo derecho sin iris ni pupila lo miraba desde un oscuro averno. Ese ojo le asaltaba en las pesadillas de la resaca, le miraba entre las grietas de las paredes, se asomaba a la ventana por las noches.
Al crecer, Pomeroy se convirtió en un individuo solitario y retraído, como ocurre con las personas demasiado diferentes. No existía nadie que recordara haber visto una sonrisa en sus labios. No sabía Pomeroy que la alegría podía existir en este mundo y la sonrisa era su expresión más superficial.
Se cuenta que sus hermanos tenían por costumbre adoptar mascotas, pero a partir de cierto momento todas desaparecían. Poco después, entre los matorrales del campo circundante a la casa, aparecían muertas, sin cabeza y con las entrañas esparcidas.
Pomeroy concibió que el ataque de su padre era una realidad inmodificable, pero aceptada por todos. Así que hacer daño no era una trasgresión, sino una percepción metafísica de una forma de placer individual. Los pequeños animales fueron los receptores de este criterio. Las mascotas y los animales pequeños que encontraba y a veces hurtaba a sus vecinos aparecían despedazados en los portales de las casas, en el buzón del correo, colgados ante las ventanas o clavados en las puertas.
Esta sanguinaria costumbre presagiaba el Pomeroy del futuro. Se había señalado el sendero por el que transitaría este demonio infantil con su hoz de sombras y su sonrisa ensangrentada. A pesar de ser un individuo fronterizo, Pomeroy no era fácil de seguir y muy difícil era comprobar su participación en los festines de sangre descubiertos en su comunidad.
De alguna manera emulaba a su padre que atacaba a los más pequeños. Recordaba sin dudas las veladas del rebenque y el puntapié, el dolor apretado entre los dientes, el sufrimiento convertido en breve gemido. Imitar al padre era dedicarles especial atención a los niños, a los más pequeños y los indefenesos.
Su primera víctima fue William Paine. Era el año 1871, el mes de diciembre llegaba con sus fríos vientos y ráfagas de escarcha. El páramo se vestía con el traslúcido color del hielo. Dos hombres caminaban por un apartado camino cuando escucharon unos gemidos que provenían de una cabaña abandonada. Entraron, no sin temor, no sin cautela y encontraron a un niño de cuatro años colgado por las manos al techo. El pequeño no supo quién lo había atacado ni atado de tal manera.
Poco después, casi a finales del mes de enero cuando la temperatura descendía a varios grados bajo cero, unas mujeres que regresaban de una población cercana percibieron entre la hierba unos movimientos inusuales. Se acercaron y vieron con el mayor terror unos perros que husmeaban en las horribles heridas del cuerpo de un niño.
No fue fácil descubrir al asesino serial
Los animales habían mordisqueado los órganos internos y sus befos llenos de sangre les otorgaba un terrorífico aspectos de cancerberos. Mostraron sus fauces a las mujeres y ladraron de manera demoníaca, diría mucho después una de ellas.
Tres víctimas más fueron descubiertas. Dos de ellas ya en estado de descomposición tal, que resultó muy difícil identificarlas con las experticias de la época. Una de ellas presentaba una irregular herida que iba desde el bajo vientre hasta las clavículas. Por ella se salían los intestinos y podía verse claramente el hígado, el estómago y el páncreas. Del primero chorreaba una sustancia amarillenta y hedionda. Del segundo fluía todavía un líquido color rosa oxidado y el último era una especie de esponja que debió ser picoteado con algo punzante hasta convertirlo en una masa porosa.
De la segunda víctima se pudo observar que los ojos no estaban, ni tampoco la nariz. En el lugar donde debieron estar las orejas, tan solo había unos pequeños muñones, unas breves protuberancias, al parecer emergidas de las profanidades de los pabellones auditivos.
La tercera había sido estrangulada con una cuerda nueva muy gruesa y pesada. Se mantenía colgada de una rama con una pavorosa exoftalmia. Le habían sido arrancados segmentos completos del cabello y le hacían falta varios dedos de las manos.
Pomeroy intentó atrapar a un pequeño de ocho años que jugaba con unas canicas muy cerca del camino del tanque de agua que abastecía a cierta parte del pueblo.
Intentó seducirlo con unas viejas revistas, le atrajo con la idea de jugar a la pelota, cuando la primera maniobra no dio resultado. Pomeroy había tomado el bate y ya se disponía a descargar el primer golpe cuando el hermano del niño apareció en una carreta y se percató enseguida del peligro. Saltó sobre Pomeroy y lo doblegó con facilidad.
Por supuesto que intentó consumar su acto, pero fue anulado por un golpe en pleno rostro. Pomeroy cayó sobre un charco de lodo betuminoso que le dio un curioso aspecto a su rostro de animal fantástico.
Jesse Pomeroy fue detenido y llevado a la penitenciaría. Mientras los investigadores recababan las pruebas para enjuiciarlo cayó enfermo con bronquitis. Su estado era tal que las autoridades se preocupaban por su salud. Pero sobrevivió.
Estaba recluido en una celda aislada. Poco o nada de contacto tenía con el mundo exterior. A veces escuchaba las voces de los demás prisioneros que en el patio se insultaban mientras jugaban al fútbol o el baloncesto.
Le había sido permitido ejercitarse en el patio trasero. Se alimentaba en un rincón de la cocina y en ocasiones le proporcionaban una especie de banca para que se asomara por la abertura de la celda y ver el manchón azul del cielo y la curva de los cerros a lo lejos. En ocasiones le era facilitado material de lectura, sobre todo libros sobre la cría y castración de los animales.
Como un vecino mas se dejaba fotografiar
Jesse Pomeroy fue enviado después a un cuarto forrado de concreto y acero de dos por tres metros donde pasó cuarenta años. En esas cuatro décadas estudió varios idiomas sin tener nunca un interlocutor.
Después de ese tiempo, ya viejo y enfermo se le reintegró al resto de los detenidos. Se dice que intentó escapar escarbando debajo de la pared. Llegó hasta la tubería del gas con la intención de volar la puerta de la celda. Hay quienes alegan que no quería escapar sino terminar con su mísera existencia.
En 1931, vencido por el tiempo, por las enfermedades y el olvido, agónico y sufriente, Jesse Pomeroy murió en un desastroso estado, casi ciego, con reuma y severos problemas respiratorios. Fue cremado y sus cenizas esparcidas al viento. Nunca se arrepintió del mal que hizo.
Autor: Roderick Guzman
Algunos registros señalan que Thomas era un sujeto adicto al alcohol, además de se físicamente abusivo que emprendía un concierto de golpes contra su mujer y en ocasiones de excelsa inspiración, de sublimes arrebatos, acometía con fiereza inhumana a sus vástagos.
Los investigaciones indican que Thomas Pomeroy, obnubilado por los vapores del pésimo licor ingerido, sacudido por un incontenible frenesí de violencia, arrastraba a sus hijos hacia un cobertizo ubicado en la parte trasera de la casa donde los desnudaba y después de reventarlos a palazos o sumergirlos en los pantanos del dolor y la humillación, se desvanecía con fingido llanto sobre el piso donde quedaba adormecido e indefenso.
Jesse no escapó de estos aquelarres salvajes, recibió tundas inconmensurables, acogió en su carne infantil los moretones producidos por los puños, los pies, el cinturón o los maderos con que su padre resolvía sus deficiencias personales civiles y familiares.
De rodillas sobre granos de maíz, con los brazos abiertos en cruz, un libro en cada mano, Jesse Pomeroy veía impotente como se acercaba el rebenque hasta morder su piel y hacerle saltar chispas de sangre bajo la luz mortecina que se colaba por un tragaluz en lo alto de sotechado.
Jesse recibió cada vez más descomunales palizas por parte del beodo padre. Ante la impotencia de verse atacado por su progenitor y tal vez como mecanismo de defensa, Pomeroy hijo se convirtió en una especie de criatura sadomasoquista. Terminó por recibir con malsano deleite los golpes salvajes, las tundas paroxísticas.
No obstante, las cosas comenzaron a cambiar al crecer Jesse. Los relatos de esa época indican que su apariencia era verdaderamente sobrecogedora. Con cada año su rostro adquiría un aspecto terrible. Deformaciones de la nariz, inflamación constante de párpados y pómulos le otorgaban un aspecto casi irreal. Siempre pálido y ensimismado, era una suerte de espectro. Su cuerpo era demasiado grande para su edad. Su cabeza era un enorme cubo poblado por una maraña de cabellos entre castaños y rojizos, como si un incendio se propagara por su cráneo monumental. En la oscuridad parecía una fogata y en el día se transformaba en una especie de híbrido de león y humano.
El padre descubrió con horror en una de sus habituales y abusivas correrías que Jesse era una especie de monstruo, cuyo ojo derecho sin iris ni pupila lo miraba desde un oscuro averno. Ese ojo le asaltaba en las pesadillas de la resaca, le miraba entre las grietas de las paredes, se asomaba a la ventana por las noches.
Al crecer, Pomeroy se convirtió en un individuo solitario y retraído, como ocurre con las personas demasiado diferentes. No existía nadie que recordara haber visto una sonrisa en sus labios. No sabía Pomeroy que la alegría podía existir en este mundo y la sonrisa era su expresión más superficial.
Se cuenta que sus hermanos tenían por costumbre adoptar mascotas, pero a partir de cierto momento todas desaparecían. Poco después, entre los matorrales del campo circundante a la casa, aparecían muertas, sin cabeza y con las entrañas esparcidas.
Pomeroy concibió que el ataque de su padre era una realidad inmodificable, pero aceptada por todos. Así que hacer daño no era una trasgresión, sino una percepción metafísica de una forma de placer individual. Los pequeños animales fueron los receptores de este criterio. Las mascotas y los animales pequeños que encontraba y a veces hurtaba a sus vecinos aparecían despedazados en los portales de las casas, en el buzón del correo, colgados ante las ventanas o clavados en las puertas.
Esta sanguinaria costumbre presagiaba el Pomeroy del futuro. Se había señalado el sendero por el que transitaría este demonio infantil con su hoz de sombras y su sonrisa ensangrentada. A pesar de ser un individuo fronterizo, Pomeroy no era fácil de seguir y muy difícil era comprobar su participación en los festines de sangre descubiertos en su comunidad.
De alguna manera emulaba a su padre que atacaba a los más pequeños. Recordaba sin dudas las veladas del rebenque y el puntapié, el dolor apretado entre los dientes, el sufrimiento convertido en breve gemido. Imitar al padre era dedicarles especial atención a los niños, a los más pequeños y los indefenesos.
Su primera víctima fue William Paine. Era el año 1871, el mes de diciembre llegaba con sus fríos vientos y ráfagas de escarcha. El páramo se vestía con el traslúcido color del hielo. Dos hombres caminaban por un apartado camino cuando escucharon unos gemidos que provenían de una cabaña abandonada. Entraron, no sin temor, no sin cautela y encontraron a un niño de cuatro años colgado por las manos al techo. El pequeño no supo quién lo había atacado ni atado de tal manera.
Poco después, casi a finales del mes de enero cuando la temperatura descendía a varios grados bajo cero, unas mujeres que regresaban de una población cercana percibieron entre la hierba unos movimientos inusuales. Se acercaron y vieron con el mayor terror unos perros que husmeaban en las horribles heridas del cuerpo de un niño.
No fue fácil descubrir al asesino serial
Los animales habían mordisqueado los órganos internos y sus befos llenos de sangre les otorgaba un terrorífico aspectos de cancerberos. Mostraron sus fauces a las mujeres y ladraron de manera demoníaca, diría mucho después una de ellas.
Tres víctimas más fueron descubiertas. Dos de ellas ya en estado de descomposición tal, que resultó muy difícil identificarlas con las experticias de la época. Una de ellas presentaba una irregular herida que iba desde el bajo vientre hasta las clavículas. Por ella se salían los intestinos y podía verse claramente el hígado, el estómago y el páncreas. Del primero chorreaba una sustancia amarillenta y hedionda. Del segundo fluía todavía un líquido color rosa oxidado y el último era una especie de esponja que debió ser picoteado con algo punzante hasta convertirlo en una masa porosa.
De la segunda víctima se pudo observar que los ojos no estaban, ni tampoco la nariz. En el lugar donde debieron estar las orejas, tan solo había unos pequeños muñones, unas breves protuberancias, al parecer emergidas de las profanidades de los pabellones auditivos.
La tercera había sido estrangulada con una cuerda nueva muy gruesa y pesada. Se mantenía colgada de una rama con una pavorosa exoftalmia. Le habían sido arrancados segmentos completos del cabello y le hacían falta varios dedos de las manos.
Pomeroy intentó atrapar a un pequeño de ocho años que jugaba con unas canicas muy cerca del camino del tanque de agua que abastecía a cierta parte del pueblo.
Intentó seducirlo con unas viejas revistas, le atrajo con la idea de jugar a la pelota, cuando la primera maniobra no dio resultado. Pomeroy había tomado el bate y ya se disponía a descargar el primer golpe cuando el hermano del niño apareció en una carreta y se percató enseguida del peligro. Saltó sobre Pomeroy y lo doblegó con facilidad.
Por supuesto que intentó consumar su acto, pero fue anulado por un golpe en pleno rostro. Pomeroy cayó sobre un charco de lodo betuminoso que le dio un curioso aspecto a su rostro de animal fantástico.
Jesse Pomeroy fue detenido y llevado a la penitenciaría. Mientras los investigadores recababan las pruebas para enjuiciarlo cayó enfermo con bronquitis. Su estado era tal que las autoridades se preocupaban por su salud. Pero sobrevivió.
Estaba recluido en una celda aislada. Poco o nada de contacto tenía con el mundo exterior. A veces escuchaba las voces de los demás prisioneros que en el patio se insultaban mientras jugaban al fútbol o el baloncesto.
Le había sido permitido ejercitarse en el patio trasero. Se alimentaba en un rincón de la cocina y en ocasiones le proporcionaban una especie de banca para que se asomara por la abertura de la celda y ver el manchón azul del cielo y la curva de los cerros a lo lejos. En ocasiones le era facilitado material de lectura, sobre todo libros sobre la cría y castración de los animales.
Como un vecino mas se dejaba fotografiar
Jesse Pomeroy fue enviado después a un cuarto forrado de concreto y acero de dos por tres metros donde pasó cuarenta años. En esas cuatro décadas estudió varios idiomas sin tener nunca un interlocutor.
Después de ese tiempo, ya viejo y enfermo se le reintegró al resto de los detenidos. Se dice que intentó escapar escarbando debajo de la pared. Llegó hasta la tubería del gas con la intención de volar la puerta de la celda. Hay quienes alegan que no quería escapar sino terminar con su mísera existencia.
En 1931, vencido por el tiempo, por las enfermedades y el olvido, agónico y sufriente, Jesse Pomeroy murió en un desastroso estado, casi ciego, con reuma y severos problemas respiratorios. Fue cremado y sus cenizas esparcidas al viento. Nunca se arrepintió del mal que hizo.
Autor: Roderick Guzman
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Lun 29 Abr 2013, 8:36 am por Gato Morrongo
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Jue 12 Jul 2012, 3:06 pm por Alexana
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